La
primera vez que Esther descubrió a Chopin tenía doce años. Sin duda lo había
escuchado antes y muchas veces, pero su desordenada memoria la situaba a
esa edad, en el salón de su casa, rodeada de la calidez de los muebles de madrera,
en una tarde de invierno con la luz pálida de la lámpara de mesa. Sentada en el
sofá, sus pies a penas rozaban la mullida alfombra clásica. El disco negro de
vinilo giraba en el tocadiscos y su padre jugaba, como solía hacer, a ser
director de orquesta. Ella, le veía
mover los brazos al ritmo de los lánguidos acordes y a través del movimiento la
música iba entrando en su interior, moviendo el sentimiento, haciendo crecer la
emoción. Hasta que a su boca llegó el sabor salado de una lágrima. Porque la
primera vez que Esther se emocionó con Chopin fue el mismo día en que llevó a
casa su primer suspenso. Esther lloró bajito su miedo a confesar y no fue la
culpa lo que le hizo hablar, sino la tristeza
que inundó su corazón ante las vibrantes notas de Chopin.
La
primera vez que Esther sintió celos tenía cuarenta y cinco. Por primera vez,
sospechas fundadas. Creyó que se moría. La sangre agolpada en su pecho se
congeló, como su corazón. Corrió a refugiarse tras el volante, acelerando el
sabor amargo de la sangre con la velocidad. La carretera olía a presagios
grises y sus ojos lloraban, bajito, las mismas notas de los nocturnos de
Chopin. La primera vez que Esther sintió
la hoja de la traición confirmó que no era afilada, sino roma y espesa, como la
sangre congelada. Esta vez no había una alfombra mullida bajo sus pies, ni
nadie al lado a quien confesar el miedo. También un sofá. El de su propio salón.
También Chopin, esta vez un CD. También una tarde de invierno y una lluvia
ligera que hacía reverberar la languidez de los acordes. Y Esther lloró bajito.
Recordando el movimiento de los brazos de aquel director de orquesta, que se
mecían al ritmo de un Nocturno, el dolor se fue descongelando. La primera vez
que Esther sintió celos, volvió a descubrir a Chopin.
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