Molinos de Duero (Soria) Foto por MBReig |
Pepón
le contó un chiste a Jonás, el loro del Hostal San Martín, a ver si el bicho de
plumas verdes hacía el favor de reírse de una puñetera vez. El loro le miró
impasible, camuflados sus ojos tras el antifaz de plumas negras. Ni siquiera se
columpió un poco dentro de su jaula.
Iratxe,
la vasca que regentaba el hostal, le dijo:
.-
Pero mira que eres pardal,
Pepón. Y deja de beber que esta noche tienes que pingar el mayo”. A lo que Pepón le contestó con arrogancia:
.-
Esta noche voy a dejar el mayo más
tieso que mi carallo.
Y
con esa chulería salió Pepón por la puerta haciendo un corte de mangas al Loro
Jonás.
El
sol se puso y se nos echó encima el frio. El frio de Soria no es un frio
cualquiera. Y el frio del pueblo es todavía menos tratable que el de la
ciudad. Las casonas de piedra, las calles vacías y el río cercano se vuelven
escarcha y silencio cuando el sol se va. Se encienden las luces, escasas y
tenues y el olor a leña delata los fuegos que ya van ardiendo tras las
fachadas. En lo alto y sobre la silueta recortada de los montes, asomaron las
estrellas. Y es que en las noches claras el frio es mucho más frio. Las
pisadas se amortiguan y el pueblo se vacía de sonidos. Sólo cada media hora la
campana pone nombre al correr del tiempo: La media, las nueve. La media, las
diez. A las diez el chucho tunante regresa de sus correrías, huyendo, como buen
entendido,
del frio que viene. Y ni siquiera hace intención de olfatearnos. Pasa a nuestro
lado y se pierde al doblar la esquina buscando la mano mimosa y caliente que le
perdone sus golferías. En invierno, también a los perros tunantes les puede el
frio. A las diez es hora de volver.
Ya
casi en la puerta del hostal nos arrebujamos en los abrigos y echamos el último
vistazo a la oscuridad y al silencio. Llenamos los pulmones de aire limpio, que
oxigena y rejuvenece. ¿Verdad que con el frio parezco más joven?. A mi pregunta
él sonríe y dice “sí”.
Pepón
está de nuevo en el hostal. Más cargado de chulería y de alcohol. Insiste con
la copa en la mano alrededor de la jaula de Jonás. Y el loro le mira impasible
tras los barrotes. Pepón nos mira y nos dice:
.-
A la una pingamos el mayo. No os lo perdáis. Y vuelve a salir por la puerta
haciendo un corte de mangas al loro.
Iratexe,
la vasca que regenta el hostal junto con su marido, Jordán, experto micólogo,
nos dice;
.-
No le hagáis ni caso. Hace unos años se intoxicó con una ortiga y desde entonces las pocas luces que tiene se le han apago del todo.
La
campana volvió a sonar rompiendo el silencio de la madrugada. A lo lejos se
escucha un murmullo que se acerca y que se va convirtiendo en algarabía. El
grupo de mozos y mozas, seguido por los curiosos que aguantaron hasta esa hora,
van llegando hasta la puerta del hostal. Sobre sus hombros llevan un tronco de
pino. Largo, esbelto y recto. Es el mayo. El hostal está junto a la iglesia y justo
delante hay una cruz. Al lado de la cruz, en el suelo de piedra, hay una argolla. Los mozos tiran de ella y
sacan un pesado taco de madera que deja ver un hueco en el que se colocará el
mayo y se apuntalará para que quede completamente vertical. Sus dieciséis
metros de altura más tiesos que el carallo de Pepón.
Por
la calle se ve venir otro grupo cargado de estacas. Entre ellos va Pepón
borracho como una cuba. Se acerca al agujero y sujeta el mayo tambaleante. Hace
frío. No un frio cualquiera. Un frio que amenaza de muerte. Pepón empuja el
tronco. Grita más chulo que nadie que él solo puede enderezar el mayo. Pierde
el equilibrio. El mayo le golpea la cabeza y Pepón cae contra la fría piedra
del suelo. El alma de Pepón se enfria. Pepón muere en la noche fría. Se vuelve
a hacer el silencio. No un silencio cualquiera, sino el definitivo silencio. El
de la fría muerte. Y por fin el loro Jonás se ríe de la chistosa muerte de
Pepón.
10.11.2015
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